"Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino..." (Tomado de la Enciclica Centesimus annus)

» Colaborador: Pbro. Miguel Antonio Galíndez Ramos

  • Sacerdote de la Arquidiocesis de Valencia en Venezuela
  • Licenciado en Filosof'ia, Magister en Teologia y en Educación Superior Universitaria.
  • Profesor de Filosofía, jubilado activo de la Universidad de Carabobo.
  • Algunos de sus libros publicados: "Una alteridad constitutiva del Si-mismo" (sobre Rocoeur) Valencia 2000. "Buenas Noticias" (homiletica) Valencia 2001. Articulos en revistas nacionales y extranjeras.

» Principio Pastoral...

"Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de Nuestro Señor, a fin de cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor".

(Tomado del catesismo romano)

» Tiempo: PENTECOSTÉS

sábado, 19 de abril de 2008

» QUINTO DOMINGO DE PASCUA / A


5º Domingo de Pascua / A
1ª Lectura: Hch 6,1-7;
2ª Lectura: 1 Pe 2,4-9;
20 de abril de 2008

Evangelio: Jn 14,1-12

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble el corazón de ustedes; creen en Dios y creen también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo estén también ustedes. Y adonde yo voy, ya saben el camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocen a mí, conocerán también a mi Padre. Ahora ya lo conocen y lo han visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con ustedes, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo les digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, crean a las obras. Se lo aseguro: el que cree en mí también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre».

Jesús es el Hijo

Son tres los llamados Discursos del adiós en el evangelio de san Juan. El c.14 conforma el primero. Los cc.15 y 16, el segundo. Y el c.17, conocido también como “la oración sacerdotal”, el tercero. Los sentimientos expresados provocan una inmensa emoción. El texto, además, es de una gran riqueza cristológica. Jesús se convierte en el lugar del encuentro del Padre y del Espíritu con el hombre y la comunidad.

Leemos a Juan José Tamayo, de su libro Hijo de Dios, metáfora de la teología cristiana (Trotta, Madrid 2002, pp.111-142), cuando trata la cristología paulina. Jesús es el Hijo propio de Dios, a quien el Padre envía al mundo para la liberación del género humano (Rom 8,3-15; Gál 4,4-6) y lo entrega por nosotros. En cuanto Hijo de Dios, Jesús es “imagen de Dios” tanto en la primera como en la segunda creación (Col 1,15; Rom 8,29; 2 Cor 4,4), reflejo de la gloria de Dios (2 Cor 4,6), Primogénito de toda la creación (Col 1,15).

Romanos 1,3-4 recoge una confesión pre-paulina que distingue dos momentos en el ser de Jesucristo: el terreno, donde aparece como “nacido del linaje de David según la carne”; el celestial, en el que Jesús es “constituido Hijo de Dios con poder (…) por su resurrección de entre los muertos”. Son las dos raíces de la cristología: una, el Jesús terreno que desciende de David; otra, el acontecimiento de la resurrección. Afirma Tamayo: “Resucitando a Jesús, Dios se pone de parte del Crucificado, lo rehabilita, lo confirma como su Ungido, le justifica frente a sus perseguidores y, en definitiva, lo reconoce como Hijo suyo”.

Revisa, luego, Tamayo los escritos de Juan y consigue que entre el Padre y el Hijo existe una unión íntima en todos los niveles: en las palabras y las obras (Jn 5,19ss). El

Padre da autoridad al Hijo para pronunciar sentencia (Jn 5,27). Entre el Padre y el Hijo la comunicación es fluida (Jn 5,20). El Hijo recibe del Padre el poder de dar vida (Jn 5,21.25) y de juzgar (Jn 5,22.27). La gloria de Dios se manifiesta por medio del Hijo (Jn 14,13). El conocimiento de Dios es inseparable del conocimiento del Hijo, y viceversa (Jn 8,19).

En la cruz, los allí presentes vieron a un hombre que moría. Escribe F. X. Durrwell: “Solamente el Padre fue testigo de la muerte del Hijo. Pero nos ha revelado el misterio resucitando a Jesús: en la muerte, Jesús nació divinamente” (Cristo nuestra Pascua, Ciudad Nueva, Madrid 2003, p. 38). La obra de Durrwell gira toda en trono de La resurrección de Jesús, misterio de salvación, título del primer libro (1959), al que siguieron doce más. El último, que aquí reflejamos, es una síntesis hermosa de su larga reflexión y un testamento admirable.

Durrwell, siguiendo la exégesis más normal, interpreta que cuando san Pablo dice que “no perdonó a su propio Hijo”, está evocando a Abraham dispuesto a sacrificar a Isaac (Rom 8,32 y Gén 22,16). A Jesús lo entregaron Judas, los sumos sacerdotes y los jefes del pueblo y Pilato. El Padre “lo entregó por nosotros”. Jesús se sabía entregado por el Padre: “Esto es mi cuerpo entregado por ustedes” (Lc 22,19). Es Dios quien nos hace la entrega. “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo” (Jn 3,16). Pero Dios lo entregó de otra manera. Ellos, para matarlo y arrojarlo fuera de Israel y fuera de la historia. Él, para engendrarlo y entronizarlo en el corazón de todo lo que existe. Pedro distingue los papeles: “Ustedes lo mataron, pero Dios lo ha resucitado” (Hch 2,36; 3,14-15; 4,16; 15,30). “Esa muerte no la quiso él como la quisieron ellos. Como Padre, quiso engendrar a Jesús en la muerte”.

Era necesaria la muerte del Hijo. ¿Para expiación de los pecados? Ciertamente. Pero la razón primaria está en el ser filial de Jesús que realiza su misión salvífica. “¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciese todas estas cosas, y entrase así en su gloria?” (Lc 24,26). Y el comentario de Durrwell: “Tal muerte dolorosa tiene, pues, su necesidad en el nacimiento glorioso”.

Para nacer “Hijo de Dios en poder” (Rom 1,4), “en la forma de Dios” (Flp 2,6), le era necesario morir a la carne de la debilidad similar a la del pecado (Rom 8,3), a la condición de siervo (Flp 2,6). Lo que vale para cada ser humano vale también para el que es cabeza de la humanidad: “La carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios” (1 Cor 15,50; cf Hbr 2,10).

“Era, pues, necesario que se abriese un espacio ilimitado para acoger la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Tal espacio no es sino la acogida por el Padre que lo engendra. Ser Hijo es recibirse del Padre; a una infinita generación debe corresponder una también infinita acogida. En la muerte y en la resurrección coinciden dos infinitos. Jesús se deja despojar, ‘obediente hasta la muerte, y muerte de cruz’ (Flp 2,8), pero entregándose al que lo engendra. En adelante, ya no vive sino para aquel que lo resucita” (Durrwell, p.39).

Jesús puede ya proyectar la plenitud de Dios para acoger a todos los hombres. La pasión crea el espacio, y se cumple la palabra: “Aquel día ustedes sabrán que yo estoy en ustedes y ustedes en mí” (Jn 14,20). Todos los hombres están llamados a salvarse en el Mesías Jesús (cf 1 Cor 1,30). Su muerte tenía que ser, pues, inmensa. En la pasión de Jesús “se preparaba el eterno peso de gloria” (2 Cor 4,17) de la resurrección. Y en la resurrección se revelan el sentido y el alcance infinito de su muerte. En el instante de su muerte es asumido con todo su ser humano en la ilimitada receptividad de la filiación divina.

“Engendrado en la muerte, Jesús sigue para siempre allí donde eternamente es engendrado: la vida filial y la muerte constituyen el único misterio pascual” (Durrwell, p.41). Jesús abandona el sepulcro, pero no el misterio de su muerte; conserva las heridas mortales hasta el último día. De pie, león victorioso y cordero inmolado (Ap 5,5-6). Los fieles tienen ya para siempre “acceso al santuario por la sangre de Jesús, por este camino nuevo y viviente que él nos inauguró a través del velo, esto es, de su carne” (Hbr 10,19-20).

Aquí es donde los hombres encuentran a Cristo: en su muerte, de la que fue levantado. Por el bautismo, llegan a ser un mismo cuerpo con él (1 Cor 12,13): juntamente con él mueren y resucitan. Al darse a ellos, lo hace como cuerpo entregado y sangre derramada.

La unidad de la muerte y resurrección se realiza en el Espíritu Santo. Jesús se ofrece en el Espíritu. El Padre resucita a Jesús por el Espíritu, que es su poder paternal. Por el Espíritu, lo engendra; por el Espíritu, el Hijo se deja engendrar. El hijo muere por amor al Padre (Jn 14,31); el Padre lo resucita amándole. El Espíritu hace de muerte y resurrección un único misterio de amor. Garantiza así la perenne actualidad de la salvación, dándonos a entender que Jesús prosigue la muerte de la que resucita (ver Durrwell, p.43).

Para Durrwell (o.c., p.24), “la acción resucitadora es una verdadera generación. El hombre que muere es ya nada, a no ser que lo sostenga Dios en el instante mismo de su desaparición y lo reenderece atrayéndolo hacia sí. Jesús acepta la muerte, consciente de no ser ya sino en y por Dios en quien se abandona. En el supremo anonadamiento de sí mismo, lo acoge filialmente, se recibe de él, es engendrado según la plenitud divina que el Padre hace habitar corporalmente en él (cf Col 2,9). Resucitado de la muerte, no existe sino por el Padre, plena y divinamente por él engendrado”.


En la sinagoga de Antioquia, Pablo interpreta la Escritura: Dios lo resucitó de entre los muertos… La promesa que hizo Dios a nuestros padres y que cumplió para nosotros sus hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en el Salmo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Hbr 13,3033). Que Dios resucita a Jesús quiere decir que lo engendra como su hijo eternamente.

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