"Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino..." (Tomado de la Enciclica Centesimus annus)

» Colaborador: Pbro. Miguel Antonio Galíndez Ramos

  • Sacerdote de la Arquidiocesis de Valencia en Venezuela
  • Licenciado en Filosof'ia, Magister en Teologia y en Educación Superior Universitaria.
  • Profesor de Filosofía, jubilado activo de la Universidad de Carabobo.
  • Algunos de sus libros publicados: "Una alteridad constitutiva del Si-mismo" (sobre Rocoeur) Valencia 2000. "Buenas Noticias" (homiletica) Valencia 2001. Articulos en revistas nacionales y extranjeras.

» Principio Pastoral...

"Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de Nuestro Señor, a fin de cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor".

(Tomado del catesismo romano)

» Tiempo: PENTECOSTÉS

viernes, 16 de mayo de 2008

» LA SANTÍSIMA TRINIDAD / A


La Santísima Trinidad / A
1ª Lectura: Ex 34,4b-6.8-9;
2ª Lectura: 2 Cor 13,11-13;

Domingo después de Pentecostés
18 de mayo de 2008


Evangelio: Jn 3,16-18

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

El ser de Dios

Las lecturas de hoy nos revelan el perfil, el rostro o la fisonomía de Dios. La lectura del Éxodo lo revela como un Dios “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34,6). En la segunda lectura, Pablo nos desvela el misterio de un Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en el saludo trinitario a la asamblea (2 Cor 13,13). Finalmente el evangelio de hoy, tomado de San Juan, es un texto cumbre de la revelación: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16).

El Éxodo nos enseña que conocemos a Dios por la historia. Un Dios que se comprometió con un pueblo en su lucha contra la opresión. El credo de Israel y el credo de la Iglesia son confesiones de fe historiadas. Una fe que pasa por el reconocimiento de los grandes eventos salvíficos. “Nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”, etc., son datos históricos.

Dios uno y trino es un misterio o vida divina que se despliega en la experiencia de la revelación progresiva en la historia. Alcanzar esta precomprensión es coronar una cumbre en nuestro arduo aprendizaje. No pensar a Dios como un ser solitario, ajeno a las realidades temporales; pensarlo como un Dios comunidad, familia, sociedad, fraternidad… cercano, dialogal, de alianzas. En una palabra, Dios amor.

Dios es amor, y amor es darse, es entrega y unión. Los tres que son uno. Dios es el amante y el amado de las tres personas. Se disuelven en un solo ser.

Los versos de san Juan de la Cruz:

Como amado en el amante
uno en otro residía.
Tres personas y un amado
entre todas tres había,
y un amor en todas ellas,
que un amante las hacía,
y el amante es el amado
en que cada cual vivía…
Por lo cual era infinito
el amor que las unía,
porque un solo amor tres tienen,
que su esencia se decía;
que el amor, cuanto más uno,
tanto más amor hacía.

Tomado del Romance sobre el evangelio “in principio erat Verbum”, acerca de la Santísima Trinidad.

Si estos versos nos resultaren oscuros, entonces quizá parezca más lúcida la frase de San Agustín: “entiendes la Trinidad, si vives en el amor”.

Quien ama de veras, con gusto se perdería en la otra persona, se disolvería en el otro como ser uno solo. Los dos que son una sola carne. En la institución hindú, la novia pregunta “¿Tú quién eres?” Y el novio responde: “Soy Tú”.

En la Beatísima Trinidad: tres amantes y un solo amado, las tres personas se disuelven en un solo ser. A su imagen, varón y mujer por amor deben llegar a ser uno, sin dejar de ser dos.

¿Cómo experienciar el misterio? Para no extraviarnos completamente, podemos colocar unas señales.

Cristianismo es comunidad. Aunque la vivencia religiosa es interior, cosa del corazón, la expresión comunitaria consolida la fe. La práctica cristiana es inseparablemente amor a Dios y amor al prójimo. La fe se cultiva en una comunidad fraterna y orante.

Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salvara por él. De igual manera han de vivir los discípulos, pues su misión no es otra, es la misma de Jesús.

La súplica que, prosternado en tierra, Moisés hizo a Dios: “Que mi Señor vaya con nosotros, aunque éste es un pueblo de dura cerviz”, nos concierne. Hemos de doblegar nuestro orgullo para sentir que Dios es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”.

Somos morada de Dios. Lo expresa el saludo de Pablo que seguimos dándonos al principio de nuestras celebraciones eucarísticas: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes”.

En la liturgia de la Santísima Trinidad se introdujo un párrafo muy singular: “Eres un solo Dios, un solo Señor, no en la singularidad de una persona, sino en la trinidad de una sola sustancia. De modo que al confesar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos lo que es propio de cada persona y también la unidad de la esencia y la igualdad de su majestad”. En el cielo cursa una demanda, san Lucas es el fiscal, contra el grupo de bautizados, que arguyen su condición de teólogos, autores de la fórmula griega.

Intentar encontrar una explicación válida y comprobable de que Uno sea Tres ya es una utopía. Y negar la realidad trinitaria sería como querer reducir el poder infinito de Dios. No sirven las representaciones antropomórficas. Acercarnos, con la mente y el corazón, al misterio nos es dado por revelación y sólo puede ser aceptado plenamente por la fe. “A Dios nadie lo ha visto jamás, sólo el Hijo que estaba en el seno del Padre es quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). No es fruto de un mero razonamiento. La fe ha de pasar de la mente al corazón y del corazón a la vida. Dios es vida y se manifiesta en los que Él crea a su imagen y semejanza.

Nos encontramos ante el más grande misterio que ni ojo vio, ni oído oyó… Adoremos al Padre, dispuestos a asumir el proyecto de fraternidad del Hijo, con toda la profundidad de nuestro ser en el Espíritu Santo. Se trata, pues, de emprender/continuar el “viaje fraterno”, guiados por el Espíritu de Cristo, hacia el horizonte trascendental establecido por Dios Padre para los seres humanos. Celebrar la Trinidad es la ocasión de palpar el misterio de Dios volcado hacia sus criaturas y de examinar el sentido de nuestra fe. Trata de cosas de las que sabemos algo: ser padre, ser hijo, el espíritu que envuelve y da sentido a su relación. ¿Qué hace falta para convencernos de que Dios es vida encarnada en lo cotidiano? Creer en la Trinidad es abrirnos al don, amar y ser amado. Viene a propósito citar la frase de la Imitación de Cristo de que más vale sentir la Trinidad que saber definirla.

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sábado, 10 de mayo de 2008

» PENTECOSTÉS / A


Pentecostés / A
1ª Lectura: Hch 2,1-11;
2ª Lectura: 1 Cor 12,3-7.12-13;
Domingo 11 de mayo de 2008

Evangelio: Jn 20,19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «La paz esté con ustedes». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos».

El Espíritu en el mundo

Según los Hechos (1ª lectura), los discípulos se llenaron del Espíritu Santo el día cincuenta (Pentecostés) después de Pascua. Según el evangelio de Juan, al anochecer del día de la Resurrección, se les apareció Jesús y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo”. En su carta a los Corintios, sin fijarle una fecha precisa, Pablo comprueba el hecho prodigioso: “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (2ª lectura).

Por lo visto, el relato de los Hechos no responde a una preocupación por establecer una cronología, sino que reseña un acontecimiento kairótico. Recoge la “fiesta de las semanas” del antiguo Israel, que se celebraba para conmemorar la llegada del pueblo al Sinaí, la entrega de las tablas de la Ley a Moisés en medio de truenos, relámpagos y un viento huracanado. Elementos simbólicos de resonancia cósmica para manifestar la intervención divina. Quiere significar la irrupción del Espíritu Santo en la historia humana. Comienza la predicación más allá de las fronteras geográficas y culturales que enmarcaron la vida y ministerio de Jesús. Por eso, todos entienden el mensaje en su propia lengua, se dan cita todos los pueblos y se inaugura una nueva comunidad.

De otra manera ve el cuarto evangelio la comunicación del Espíritu. El miedo, la oscuridad y el encerramiento, con la presencia de Jesús se transforman en paz, alegría y envío misionero. Son signos tangibles de la acción misteriosa y transformadora del Espíritu en el interior del creyente y en la comunidad. Resurrección, ascensión, irrupción del Espíritu y misión de la Iglesia aparecen íntimamente articuladas. Establecer una cronografía no es la preocupación, se trata de la autocomunicación de Dios a las criaturas.

Participamos de la vida del Resucitado por la comunicación del Espíritu. Dios entra en una nueva relación con los hombres, la del padre con el hijo; y entre los hombres se establece una relación de hermandad (“Todo hombre es mi hermano”). Sólo así podrá surgir la verdadera paz que tanto deseamos. Este es un movimiento de interiorización.

Dios, en el judaísmo, era concebido como una realidad exterior al hombre. La relación se establecía a través de rígidas mediaciones: la Ley , el Templo. Delante de Dios, el ser humano sólo puede ser siervo, esclavo. La esfera de lo sagrado y la de lo profano no se tocaban. El derramamiento del Espíritu cambia la situación, nos ha pacificado con el Padre (“la paz esté con ustedes”) y nos ha hermanado con los semejantes. La misma realidad humana es el lugar donde Dios habita. La inhabitación del Espíritu es el principio que hace posible la vida del Resucitado en nosotros. Nos hace captar a Jesús como alguien vivo y cercano, sentirlo que anima y sostiene nuestra vida, vivir la experiencia de la cercanía absoluta de Dios. Nos da fuerza para cambiar y sentirnos libres en lo más íntimo de nuestro ser, para aprender a organizar la propia vida a favor de los que sufren y necesitan. No se trata de volvernos santos nosotros, segregándonos, sino de procurar una vida más digna para todos; lo que Jesús llamaba “reino de Dios”. Acoger el Espíritu es vivir con la alegría y el dinamismo de Jesús.

El Espíritu que se manifiesta en la Pascua de Jesús es la acción de Dios que engendra a su Hijo amándolo. Jesús es “el Hijo de su amor” (Col 1,13), “el hijo muy amado” (Mt 3,17-18). El Espíritu es acción: del Padre que engendra, del Hijo que se entrega al Padre y se deja engendrar. Términos como engendrar, poder generador, ser padre, aplicados a Dios son imágenes. Pero evocadores de una realidad divina.

F.– X. Durrwell escribe: “en la Pascua de Jesús… se afirma la trascendencia trasgrediéndose infinitamente. La interioridad divina es total efusión en Jesús constituido “espíritu vivificante” (1 Cor 15,45), pro-existente universal, solidario por su misma santidad con la humanidad pecadora” (Cristo nuestra Pascua, Ciudad Nueva, Madrid 2003, p. 161). No se trata del carácter inmaterial de Dios, sino de su viviente plenitud de ser frente a las realidades terrenas evanescentes, el culto del monte Sión y el del Garizim que no santifican. Añade Durrwell que “la plenitud de ser invade y transforma al Hombre Jesús en el instante en que no es ya nada en sí mismo, el instante de la muerte” (ibidem). El cuerpo de Jesús es el lugar privilegiado donde habita y mana el Espíritu en el mundo. “Raudales de agua viva brotarán de su seno. Esto dijo del Espíritu Santo” (Jn 7,37-38).

El Espíritu Santo constrúyela Iglesia, posibilita que las personas vivan juntas de una manera nueva. “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32ss). El Espíritu es el que pone en movimiento a la comunidad, para que las personas encuentren en ella sanación para sus heridas y experimenten liberación interior.

Pentecostés es Pascua en plenitud. Perdón de las deudas y ofensas, reconciliación consigo mismo, con la propia vida y con los semejantes. Liberación de esclavitudes para vivir realmente. Crecimiento personal y crecimiento de la comunidad-iglesia en la fe. Romper las estrecheces, volverse levadura del mundo. La Iglesia debe testimoniar el triunfo de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, la posibilidad de resurrección que Dios nos ofrece.

Ante la miseria reinante en todos los ámbitos de la sociedad, podemos llenarnos de miedo y encerrarnos en nuestros pequeños problemas individuales, olvidándonos del gran asunto de Jesús. La fe nos dice que él sigue presente y su Espíritu sigue actuando a través de personas y organizaciones que luchan contra todas las formas del pecado que deshumanizan y alienan. Su dinamismo requiere de toda nuestra atención, pues no necesariamente está acompañado de ruidosos aspavientos. ¿Qué podemos hacer para descubrir y potenciar los dones y ministerios que el Espíritu sigue suscitando entre nosotros?
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domingo, 27 de abril de 2008

» SEXTO DOMINGO DE PASCUA / A


6º Domingo de Pascua / A
1ª Lectura: Hch 8,5-8.14-17;
2ª Lectura: 1 Pe 3,15-18;
27 de abril de 2008
Evangelio: Jn 14,15-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me aman, cumplirán mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que les dé otro defensor, que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, lo conocen, porque vive con ustedes y está con ustedes. No los dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero ustedes me verán y vivirán, porque yo sigo viviendo. Entonces sabrán que yo estoy con mi Padre, y ustedes conmigo y yo con ustedes. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él».

El Espíritu prometido

Durante la Última Cena, en los discursos de despedida, Jesús promete a sus discípulos enviarles un Paráclito (defensor o consolador), que es el Espíritu mismo de Dios, su fuerza y su energía, Espíritu de verdad que procede de Dios, el mismísimo ser de Dios.

Más que por un ejercicio de recordación, Jesús permanece en su Iglesia de una manera personal y efectiva por medio del Espíritu. Por eso dice a sus discípulos que no los dejará huérfanos, desamparados, que volverá con ellos, que por el Espíritu establecerá una comunión entre el Padre, los fieles y él mismo.

Según Juan el “mundo” no puede recibir el Espíritu divino. Mundo es injusticia, opresión contra los pobres, idolatría del dinero y del poder, fatuidad que infla el ego. Ese es el mundo que no puede tener parte con Dios, porque Dios es amor, solidaridad, justicia, paz y fraternidad. A quienes se comprometen con estos valores, los alienta el Espíritu y son los discípulos de Jesús.

Por el poder del Espíritu, Jesús fue resucitado de entre los muertos (2ª lectura). Por el poder del Espíritu, se manifiesta el Señor resucitado en la comunidad de hermanos que se aman con amor creativo, eficaz y salvífico. En “ausencia” de Jesús, el Paráclito se comporta como “otro Jesús”, asiste, sustenta, protege, defiende, anima e ilumina a los creyentes.

A través de la acción del Espíritu “que vive con ustedes y está con ustedes”, Dios santifica al hombre y, a través de él, a toda la creación. Es una desacralización: la santidad de que se trata expulsa las mediaciones sagradas exteriores al hombre. Dios no es el lejano y distinto, sino que se convierte en el Dios que se nos ha aprojimado en Jesús y vive en los creyentes, formando comunidad con aquellos a los que muestra su amor. Es la internalización del hecho de la Resurrección, dimensión nueva, consecuencia en los creyentes de la Vida que se ha manifestado en Jesús. El que se une a Jesús vive también con Dios y desde Dios por la acción del Espíritu.

La nueva relación con Dios ya no es de servidumbre, sino de filialidad. Más que buscar a Dios afuera de uno mismo, conviene dejarse encontrar por él, descubrir y aceptar esta nueva condición: somos hijos. En la donación de uno mismo a los demás se veri-fica el encuentro gozoso con el Padre.

Jesús se va, pero volverá. Si lo aceptan así, los discípulos comprenderán que él está en el Padre, ellos en él y él en ellos. El requisito es aceptar los preceptos que se resumen en el doble mandamiento del amor. Quien ama a Jesús es amado por el Padre y por él mismo, y Jesús se manifestará en cada uno de los suyos. “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él”. El Padre representa para Jesús el principio fontal de la verdad, el amor y la vida.

Con Dios, guarda Jesús una relación de total intimidad que se traduce en la forma única de oración con que a Dios llama Abba. El cuarto evangelio compendia: “Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida; el Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano” (Jn 3,34-35; la cursiva es mía). La unicidad de la persona y misión de Cristo se explica mediante su relación con el Espíritu de Dios.

El Espíritu pone al creyente en sintonía con la realidad de la resurrección, inaugurando el futuro como promesa, más que como amenaza. Las cosas venideras reciben su contenido en virtud de la resurrección de Cristo crucificado.

Conocimiento y experiencia del Espíritu nos ayudan a no objetivar las apariciones de Cristo resucitado. Las apariciones no fueron objetivas, o sea, acontecimientos públicos. Quedaron limitadas a los creyentes, de manera que la fe es obviamente un ingrediente necesario del encuentro con Cristo resucitado. La experiencia de Cristo resucitado sólo puede darse en y por el poder del Espíritu. Así fue para los primeros cristianos, el Espíritu se manifestaba en sus vidas personales, en la vida de las iglesias y en su ministerio en el mundo.

Dios Padre se manifiesta definitivamente en Jesús muerto y resucitado. Se desvela el rostro de Dios cuya omnipotencia no es otra cosa que la posibilidad de una donación infinita de sí mismo, su ser es una paternidad inagotable. El Espíritu se manifiesta como acción de Dios Padre, acción de una potencia de amor sin límites, por la que el Padre engendra, el Hijo se deja engendrar. La salvación es un movimiento ascendente hacia el Padre y descendente hasta la extrema debilidad humana. El pensamiento teológico debe seguir el doble movimiento de exaltación y rebajamiento, no como polos irreconciliables sino en una dialéctica. En la unidad, es Espíritu del Padre en su paternidad y es Espíritu de Jesús en su filialidad. Tal es su identidad de Espíritu de Dios como Padre e Hijo.

Thorwald Lorenzen escribe al final del c. 7 de su libro Resurrección y discipulado (Sal Terrae, Santander 1999, p. 221): “Podemos esperar la fuerza de Dios en medio de la debilidad; dicha fuerza se manifiesta en nuestro mundo en el misterio concreto del amor, para el que la Iglesia está motivada y capacitada por los diversos dones del Espíritu”.

La resurrección no se puede reducir a cuestiones especulativas. No se puede comprender la resurrección al margen de la cruz, de las cruces de este mundo y de la misión de justicia y liberación encomendada a los cristianos y a las iglesias. La resurrección es un acontecimiento culminante y definitorio de la historia y de la comprensión de la realidad toute simple, una realidad que hay que transformar. Y que no podrá ser comprendida y transformada, a menos que nos pongamos activamente al servicio de semejante dinamismo. Entonces empezaremos a creer en la Resurrección.
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sábado, 19 de abril de 2008

» QUINTO DOMINGO DE PASCUA / A


5º Domingo de Pascua / A
1ª Lectura: Hch 6,1-7;
2ª Lectura: 1 Pe 2,4-9;
20 de abril de 2008

Evangelio: Jn 14,1-12

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Que no tiemble el corazón de ustedes; creen en Dios y creen también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo estén también ustedes. Y adonde yo voy, ya saben el camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocen a mí, conocerán también a mi Padre. Ahora ya lo conocen y lo han visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con ustedes, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo les digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, crean a las obras. Se lo aseguro: el que cree en mí también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre».

Jesús es el Hijo

Son tres los llamados Discursos del adiós en el evangelio de san Juan. El c.14 conforma el primero. Los cc.15 y 16, el segundo. Y el c.17, conocido también como “la oración sacerdotal”, el tercero. Los sentimientos expresados provocan una inmensa emoción. El texto, además, es de una gran riqueza cristológica. Jesús se convierte en el lugar del encuentro del Padre y del Espíritu con el hombre y la comunidad.

Leemos a Juan José Tamayo, de su libro Hijo de Dios, metáfora de la teología cristiana (Trotta, Madrid 2002, pp.111-142), cuando trata la cristología paulina. Jesús es el Hijo propio de Dios, a quien el Padre envía al mundo para la liberación del género humano (Rom 8,3-15; Gál 4,4-6) y lo entrega por nosotros. En cuanto Hijo de Dios, Jesús es “imagen de Dios” tanto en la primera como en la segunda creación (Col 1,15; Rom 8,29; 2 Cor 4,4), reflejo de la gloria de Dios (2 Cor 4,6), Primogénito de toda la creación (Col 1,15).

Romanos 1,3-4 recoge una confesión pre-paulina que distingue dos momentos en el ser de Jesucristo: el terreno, donde aparece como “nacido del linaje de David según la carne”; el celestial, en el que Jesús es “constituido Hijo de Dios con poder (…) por su resurrección de entre los muertos”. Son las dos raíces de la cristología: una, el Jesús terreno que desciende de David; otra, el acontecimiento de la resurrección. Afirma Tamayo: “Resucitando a Jesús, Dios se pone de parte del Crucificado, lo rehabilita, lo confirma como su Ungido, le justifica frente a sus perseguidores y, en definitiva, lo reconoce como Hijo suyo”.

Revisa, luego, Tamayo los escritos de Juan y consigue que entre el Padre y el Hijo existe una unión íntima en todos los niveles: en las palabras y las obras (Jn 5,19ss). El

Padre da autoridad al Hijo para pronunciar sentencia (Jn 5,27). Entre el Padre y el Hijo la comunicación es fluida (Jn 5,20). El Hijo recibe del Padre el poder de dar vida (Jn 5,21.25) y de juzgar (Jn 5,22.27). La gloria de Dios se manifiesta por medio del Hijo (Jn 14,13). El conocimiento de Dios es inseparable del conocimiento del Hijo, y viceversa (Jn 8,19).

En la cruz, los allí presentes vieron a un hombre que moría. Escribe F. X. Durrwell: “Solamente el Padre fue testigo de la muerte del Hijo. Pero nos ha revelado el misterio resucitando a Jesús: en la muerte, Jesús nació divinamente” (Cristo nuestra Pascua, Ciudad Nueva, Madrid 2003, p. 38). La obra de Durrwell gira toda en trono de La resurrección de Jesús, misterio de salvación, título del primer libro (1959), al que siguieron doce más. El último, que aquí reflejamos, es una síntesis hermosa de su larga reflexión y un testamento admirable.

Durrwell, siguiendo la exégesis más normal, interpreta que cuando san Pablo dice que “no perdonó a su propio Hijo”, está evocando a Abraham dispuesto a sacrificar a Isaac (Rom 8,32 y Gén 22,16). A Jesús lo entregaron Judas, los sumos sacerdotes y los jefes del pueblo y Pilato. El Padre “lo entregó por nosotros”. Jesús se sabía entregado por el Padre: “Esto es mi cuerpo entregado por ustedes” (Lc 22,19). Es Dios quien nos hace la entrega. “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo” (Jn 3,16). Pero Dios lo entregó de otra manera. Ellos, para matarlo y arrojarlo fuera de Israel y fuera de la historia. Él, para engendrarlo y entronizarlo en el corazón de todo lo que existe. Pedro distingue los papeles: “Ustedes lo mataron, pero Dios lo ha resucitado” (Hch 2,36; 3,14-15; 4,16; 15,30). “Esa muerte no la quiso él como la quisieron ellos. Como Padre, quiso engendrar a Jesús en la muerte”.

Era necesaria la muerte del Hijo. ¿Para expiación de los pecados? Ciertamente. Pero la razón primaria está en el ser filial de Jesús que realiza su misión salvífica. “¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciese todas estas cosas, y entrase así en su gloria?” (Lc 24,26). Y el comentario de Durrwell: “Tal muerte dolorosa tiene, pues, su necesidad en el nacimiento glorioso”.

Para nacer “Hijo de Dios en poder” (Rom 1,4), “en la forma de Dios” (Flp 2,6), le era necesario morir a la carne de la debilidad similar a la del pecado (Rom 8,3), a la condición de siervo (Flp 2,6). Lo que vale para cada ser humano vale también para el que es cabeza de la humanidad: “La carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios” (1 Cor 15,50; cf Hbr 2,10).

“Era, pues, necesario que se abriese un espacio ilimitado para acoger la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Tal espacio no es sino la acogida por el Padre que lo engendra. Ser Hijo es recibirse del Padre; a una infinita generación debe corresponder una también infinita acogida. En la muerte y en la resurrección coinciden dos infinitos. Jesús se deja despojar, ‘obediente hasta la muerte, y muerte de cruz’ (Flp 2,8), pero entregándose al que lo engendra. En adelante, ya no vive sino para aquel que lo resucita” (Durrwell, p.39).

Jesús puede ya proyectar la plenitud de Dios para acoger a todos los hombres. La pasión crea el espacio, y se cumple la palabra: “Aquel día ustedes sabrán que yo estoy en ustedes y ustedes en mí” (Jn 14,20). Todos los hombres están llamados a salvarse en el Mesías Jesús (cf 1 Cor 1,30). Su muerte tenía que ser, pues, inmensa. En la pasión de Jesús “se preparaba el eterno peso de gloria” (2 Cor 4,17) de la resurrección. Y en la resurrección se revelan el sentido y el alcance infinito de su muerte. En el instante de su muerte es asumido con todo su ser humano en la ilimitada receptividad de la filiación divina.

“Engendrado en la muerte, Jesús sigue para siempre allí donde eternamente es engendrado: la vida filial y la muerte constituyen el único misterio pascual” (Durrwell, p.41). Jesús abandona el sepulcro, pero no el misterio de su muerte; conserva las heridas mortales hasta el último día. De pie, león victorioso y cordero inmolado (Ap 5,5-6). Los fieles tienen ya para siempre “acceso al santuario por la sangre de Jesús, por este camino nuevo y viviente que él nos inauguró a través del velo, esto es, de su carne” (Hbr 10,19-20).

Aquí es donde los hombres encuentran a Cristo: en su muerte, de la que fue levantado. Por el bautismo, llegan a ser un mismo cuerpo con él (1 Cor 12,13): juntamente con él mueren y resucitan. Al darse a ellos, lo hace como cuerpo entregado y sangre derramada.

La unidad de la muerte y resurrección se realiza en el Espíritu Santo. Jesús se ofrece en el Espíritu. El Padre resucita a Jesús por el Espíritu, que es su poder paternal. Por el Espíritu, lo engendra; por el Espíritu, el Hijo se deja engendrar. El hijo muere por amor al Padre (Jn 14,31); el Padre lo resucita amándole. El Espíritu hace de muerte y resurrección un único misterio de amor. Garantiza así la perenne actualidad de la salvación, dándonos a entender que Jesús prosigue la muerte de la que resucita (ver Durrwell, p.43).

Para Durrwell (o.c., p.24), “la acción resucitadora es una verdadera generación. El hombre que muere es ya nada, a no ser que lo sostenga Dios en el instante mismo de su desaparición y lo reenderece atrayéndolo hacia sí. Jesús acepta la muerte, consciente de no ser ya sino en y por Dios en quien se abandona. En el supremo anonadamiento de sí mismo, lo acoge filialmente, se recibe de él, es engendrado según la plenitud divina que el Padre hace habitar corporalmente en él (cf Col 2,9). Resucitado de la muerte, no existe sino por el Padre, plena y divinamente por él engendrado”.


En la sinagoga de Antioquia, Pablo interpreta la Escritura: Dios lo resucitó de entre los muertos… La promesa que hizo Dios a nuestros padres y que cumplió para nosotros sus hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en el Salmo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Hbr 13,3033). Que Dios resucita a Jesús quiere decir que lo engendra como su hijo eternamente.

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sábado, 12 de abril de 2008

» CUARTO DOMINGO DE PACUA / A


4º Domingo de Pascua / A
1ª Lectura: Hch 2,14a.36-41;
2ª Lectura: 1 Pe 2,20b – 25;
13 de abril de 2008

Evangelio: Jn 10,1-10

En aquel tiempo, dijo Jesús: «Les aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuándo ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: «Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».

Vida abundante

A la hora en que los oficiales del templo sacrificaban los corderos que habían de comer los israelitas en la Pascua, agonizaba Jesús en la cruz: el Cordero degollado del Apocalipsis, “el Cordero que quita el pecado del mundo” anunciado por el Bautista. Sacerdotes y jefes de los fariseos habían clamado en el tribunal de Pilato que su sangre cayera sobre ellos y sus hijos.

Jesús inauguró la nueva Pascua, paso de la muerte a la vida, derramando su sangre y dando vida con ella a todo el que cree en él.

Leemos, en este domingo, el inicio de la alegoría del Buen Pastor, que ocupa todo el c. 10 del cuarto evangelio. Jesús es la puerta de las ovejas. Por él accedemos a la comunidad de los salvados. El que entra por Jesús, tiene vida; el que no lo hace no tiene vida: un tema que recorre el evangelio de Juan. Jesús es el único pastor, sus ovejas lo reconocen. Quienes pretendan suplantarlo son ladrones y bandidos, son impostores.

Al rebaño se accede por Jesús. No significa sólo acceder por su nombre, sino conformarse a él, a sus actitudes y destino. Lo dejó claro en la Última Cena, en el lavatorio de los pies. Seguir a Jesús es fiarse de él, reconocerlo como único guía. Los pastores (obispos, papas, presbíteros) son discípulos, no pueden suplir el liderazgo de Jesús. Si los eclesiásticos antepusieran su ambición de poder, se harían impostores y bandidos. El pastoreo no puede olvidar la realidad básica de Iglesia: que todos somos hermanos. “Lávense los pies unos a otros”. Clara de Asís lavaba los pies de sus hermanas de religión cuando regresaban al convento de sus caminatas para pedir limosna. Los ministerios (servicios) se ejercen al interior de una comunidad de hermanos, renacidos a la vida del Resucitado mediante el baño bautismal y la acción del Espíritu Santo (Tt 3,5b-6).
Un soneto de Lope de Vega

Pastor que con tus silbos amorosos
me despertaste del profundo sueño,
Tú que hiciste cayado de ese leño,
en que tiendes los brazos poderosos,

vuelve los ojos a mi fe piadosos,
pues te confieso por mi amor y dueño,
y la palabra de seguirte empeño,
tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, pastor, pues por amores mueres,
no te espante el rigor de mis pecados,
pues tan amigo de rendidos eres.

Espera, pues, y escucha mis cuidados,
pero ¿cómo te digo que me esperes,
si estás para esperar los pies clavados?

Ser pastor es preocuparse por los demás, y no egoístamente por uno mismo. Jesús no se salvó a sí mismo (la última tentación), sino que murió para salvarnos a nosotros. Si queremos ser sus seguidores, deberemos preocuparnos por los demás. Si nos atrevemos a hacer examen de conciencia, pudiéramos encontrarnos con que el egoísmo es la columna que vertebra nuestra vida psíquica y social: mi salud, mi dinero, mi trabajo, mi relevancia social, mi seguridad, mis éxitos. Una vida que no deja huella. El cristiano ha de ser pastor: hacerse cargo de la salud corporal y espiritual, del sustento, del amor o falta de amor de los demás.

En tiempos de Jesús, y en los nuestros, abundan los salteadores, los aprovechados, los mercenarios. Hay déficit de pastores. Conocemos a un pastor que es capaz de dar la vida por sus ovejas, un ser excepcional y milagroso, el Buen Pastor. Y los que hacen como él: Monseñor Romero, Gandhi, Luther King, Teresa de Calcuta, Nelson Mandela, el Dalai Lama. Ven y sígueme. El pastor va delante, no conduce el rebaño a gritos o a pedradas o echándole los perros, sino que con sus pisadas le marca la senda haciéndola transitable, despejándola de fieras que acechan o de trampas ocultas.

“Hagámonos pastores, Sancho amigo” le dijo el Quijote en un sentido, y se lo dicen a sí mismos los que mandan o quieren mandar, para los que tener borregos a su cargo es lo ideal. Los miles que vociferan en un mitin, para el político no tienen nombre, ni cara, ni familia, ni problemas, ni enfermos en casa… son votos, en caso de tener que contarlos.

No eran bien vistos los pastores. Pero Jesús, fiel a la tradición del AT, quiso llamarse pastor. Uno que conoce a sus ovejas una a una, por su nombre, por su cara, por sus problemas y sueños, por el tono de su voz. Para él somos únicos e irrepetibles, valemos su sangre.

Así lo vieron los profetas. Por ejemplo, Isaías en su canto (40,11):


Como un pastor que apacienta el rebaño,
su brazo lo reúne,
toma en brazo los corderos
y hace recostar a las madres.

Dice Jesús: “Yo soy la puerta”.

Las cavernas, las casas, los castillos, los apriscos, incluso el cielo, poseen puertas. Diferentes, claro está. En los corrales del tiempo de Jesús atravesarían unos troncos. A veces los ladrones saltaban por encima del vallado.

“Yo soy la puerta de las ovejas”. El nombre también se daba a un portal bajo las murallas de Jerusalén, por donde entraba el ganado menor destinado al sacrificio.

Una preocupación de pastores auténticos: la importancia que tiene la reunión de la comunidad en torno a Cristo. La comunidad debe ser protegida de las falacias de seudo dirigentes. Seguir a Jesús no es una gnosis sino una mimesis, compartir su estilo de vida, amar como él amó, darse a los demás con un comportamiento semejante. Jesús es la Puerta: desde su humanidad se abre el acceso al Padre. Es el único mediador. Esta puerta se abre a la libertad, a la vida abundante. “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante”. Es el único pastor, el que da la vida por sus ovejas.

Estribillo para recitar el salmo 22: El Señor es mi pastor, nada me falta.

Una de las primeras representaciones del Señor fue la figura del buen pastor, pintada en las paredes de las catacumbas o hecha escultura.

P.S.
En este cuarto domingo de Pascua, la Iglesia celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. El lema de este año es “las vocaciones al servicio de la Iglesia-misión”.

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sábado, 5 de abril de 2008

» TERCER DOMINGO DE PASCUA / A


3er Domingo de Pascua / A
1ª Lectura: Hch 2,14.22-23;
2ª Lectura: 1 Pe 1,17-21;
6 de abril de 2008


Evangelio: Lc 24,13-35

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?» Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?» Él les preguntó: «¿Qué?» Ellos le contestaron: «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no le vieron». Entonces Jesús les dijo: «¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?» Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

¿Cómo descubrir al Resucitado?

Los destinatarios del relato de Emaús somos todos los que nos llamamos seguidores de Jesús. Jesús en persona está entre nosotros, y no lo sabemos. “Sus ojos no eran capaces de reconocerlo”. ¿Por qué esta incapacidad para reconocer a Jesús que vive y camina a nuestro andar? Conocer cuanto enseña la Escritura sobre él y participar en la mesa eucarística parecieran, de acuerdo a esta pequeña historia, conductos imprescindibles para descubrir al Resucitado.

Una lectura atenta de la Palabra nos abrirá los ojos y orientará nuestra fe, y podremos reconocer al Señor en medio de los hermanos “al partir el Pan”. Le diremos: “Quédate con nosotros, Señor”. Haremos su memoria “hasta que él vuelva”.

Meditar sobre esta página del evangelio pudiera ayudar al cristiano en tiempo de crisis a elaborar el itinerario de Jerusalén a Emaús y de retorno. A round trip o, en una red de satélites, Round Trip Time (RTT). Aquellos discípulos nunca atendieron a las sucesivas predicciones de Jesús sobre su pasión y, deshechos por su ajusticiamiento, no hubo lugar en su corazón para la expectación, menos aún para la esperanza. Como a los de Emaús nos amenazan la tristeza y la desesperanza. Jesús es un mesías que padeció horriblemente la injusticia humana, pero que hizo virar la injusticia hacia el perdón, rompiendo la futilidad del pecado y de la muerte.

¿Era un plan previsto? En la primera lectura, leemos que el día de Pentecostés Pedro, con los Once a su lado, dice a los judíos y demás habitantes de Jerusalén: “Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, Jesús fue entregado, y ustedes utilizaron a los paganos para clavarlo en la cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, ya que no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio” (Hch 2,22-24). ¿Seremos capaces de poner en manos de Dios nuestra vida y nuestra muerte? El secreto de la felicidad y el logro consistirá, entonces, en esforzarnos en amarle.

Dejarnos guiar para poder reconocer y reinterpretar los hechos, cuanto descartamos por imposible o incomprensible desde nuestra cosmovisión o constructos personales, sobre todo cuando nos topamos con el mal y la muerte, la desesperanza y la oscuridad. El guión nos lo provee Jesús. El soporte de la fe en la resurrección no es un hecho material concreto, sepulcro vacío y reconocimiento de un cadáver; no es un hecho histórico físico. Es más bien una “corazonada” (“¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”), una intuición irresistible. Hay que arriesgarse a creer, a aceptar el don de Dios. Creer que Jesús crucificado y expulsado de este mundo es la expresión mayor del amor de Dios y del sentido de la historia. Jesús encarna la causa de Dios y camina con nosotros; nos hace elaborar la bitácora. Creemos en su propuesta de interpretación de la vida y de la historia. No es un acto voluntarista o de imperativo moral, sino que es empujado por una fuerza que brota como don desde lo más íntimo del ser.

Repasemos Apocalipsis 3,20: “Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo”. Según la conocida anécdota, ante la observación que la puerta no tenía cerradura, el pintor respondió que esa puerta es el corazón del hombre que sólo se abre por dentro.

“No los dejaré huérfanos. Volveré” (Jn 14,18). Cuando creemos estar más desamparados o que no podemos superar la prueba, entonces estamos en los brazos del Padre. Cuando todo nos parece engañoso, ilusorio, cuentos de mujeres. Cuando queremos argumentos y razones palpables. El Señor camina silencioso y sin ser reconocido, escuchando nuestras recriminaciones. El camino nos parece interminable y nos sentimos desfallecer. Como a Elías el profeta fugitivo en el desierto, Dios puede alimentarnos para que podamos llegar al Horeb, el monte de Dios; o como a los dos de Emaús, para que enseguida emprendan el regreso a Jerusalén y se incorporen a la comunidad de los creyentes.

Los dos discípulos compartiendo con el forastero, y éste visto como Jesús el Divino, ha sido un tema bien repetido en la pintura. Los pintores representan la escena como una cena íntima alrededor de una pequeña mesa. No tenemos un hecho documentado y certificado para oponer a la imagen pictórica. Podemos darla, pues, por buena. ¿Será Emaús la historia más hermosa de Pascua?
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domingo, 23 de marzo de 2008

» PASCUA DE RESURRECCIÓN / A


Pascua de Resurrección / A
1ª Lectura: Hch 10,14a.37-43;
2ª Lectura: Col 3,1-4;
23 de marzo de 2008

Evangelio: Jn 20,1-9

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y le dijo: —Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.

La resurrección de Cristo

Necesitamos absolutamente, tal y como postula Andrés Torres Queiruga (Repensar la resurrección, Trotta, Madrid 2003), recuperar la experiencia de la resurrección, que es el humus del que se nutren las interpretaciones teológicas. La experiencia se manifiesta como una doble convicción de carácter vital, transformador y comprometido. Primero: la muerte en cruz no es el fin de Jesús. Jesús sigue vivo, él en persona; aunque de modo distinto, continúa presente y actuante en la comunidad cristiana y en la historia humana. Segundo: en cuanto a nosotros, en el destino de Jesús se ilumina el nuestro; en su resurrección Dios se revela de manera plena y definitiva como “el Dios de vivos”. Resucitó a Jesús, resucitará a todos los muertos. La resurrección reclama un peculiar estilo de vida que, marcado por el seguimiento de Jesús, es ya “vida eterna”.

La creencia en la resurrección la encontramos en algunos tramos del Antiguo Testamento, en particular en la experiencia de los Macabeos. Torres Queiruga dice que un fruto que podemos recoger de las creencias del A.T. pudiera formularse así: “La auténtica fe en la resurrección no se consigue con una rápida evasión al más allá, sino que se forja en la fidelidad de la vida real y en la autenticidad de la relación con Dios”.

Hay una novedad en la resurrección de Jesús. Él está vivo, sin tener que esperar el final de los tiempos o ya éstos empezaron con él, y está vivo en plenitud sin sombra de muerte. Ha sido exaltado y glorificado en Dios. Así, con esta plenitud, es como está presente en la comunidad creyente.

A la hora actual, nadie confunde la resurrección con la revivificación o vuelta a la vida de un cadáver o vida después de la muerte. La resurrección de Jesús significa un cambio radical en la existencia, en el modo mismo de ser, un modo trascendente que supone la comunión plena con Dios, que escapa al mundo empírico. No es milagro, perceptible verificable empíricamente. No es un hecho histórico puro y simple; es real, pero que pertenece a otra realidad.

La realidad personal del Resucitado no está anclada a un lugar y un tiempo determinados. Su presencia se puede vivir simultáneamente en un claro de la selva amazónica y en una metrópolis del Asia. Por lo que no es pensable una relación material con un cuerpo que ocupara un espacio y un tiempo cerrados.

Hay una continuidad entre el yo construido narrado históricamente y la identidad del Resucitado que no requiere, para su autenticidad, de la revivificación del cadáver. Él es por siempre y nosotros seremos por siempre. Como enseña san Pablo: “se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,42-44). Y san Ignacio de Antioquía afirmó: “llegado allí, seré verdaderamente persona”. El cuarto evangelio ve en la cruz la “hora” definitiva, en la que la “elevación” es simultáneamente muerte física en lo alto de la cruz y “glorificación” en el seno del Padre. Morir-resucitar, alcanzar por fin la mismidad del ser.

Si las apariciones se toman como percepciones sensibles del cuerpo del Resucitado, se está presuponiendo algo contradictorio: la experiencia empírica de una realidad trascendente. Muchos teólogos se empeñan en exigir fenómenos sensibles para presentar pruebas empíricas de la resurrección. Comprender y aceptar la nueva presencia del Glorificado y Exaltado es cuestión de fe: Dios resucitó a Jesús, el que está vivo y presente de una manera nueva y trascendente. “Si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados” (1 Cor 15,17). Si la resurrección no hubiese sido real, nada tendría sentido para los cristianos. Sin la resurrección Cristo dejaría de ser quien es y su mensaje quedaría refutado. No habría respuesta de Dios frente a la terrible injusticia de su muerte. Perdidos y sin esperanza, seríamos los más infelices de los humanos. Pero, por la fe, los discípulos descubrieron que Jesús había sido constituido en “Hijo de Dios con poder” (Rom 1,4) y que Dios se revelaba definitivamente como “el que da vida a los muertos” (1 Cor 15,17-119).

En Jesús se reveló plena y definitivamente lo que Dios fue siempre: “Dios de vivos”, “el que resucita a los muertos”. Con esta visión teológica se confirma la confesión de la fe: Cristo sigue siendo “el primogénito de los muertos” (Ap 1,15); no en el sentido cronológico de primero en el tiempo, sino como el primero en gloria, plenitud y excelencia, revelador definitivo, “el Señor de la vida” (Hch 3,15).

Jesús vivió a fondo la filialidad (a Dios lo llamaba Abbá) y la fidelidad a su misión. Por eso confió en que Dios no lo abandonaría. Grita angustiado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34; Mt 27,46), citando el salmo 22/21 que es su oración de crucificado; para luego pronunciar palabras de entrega confiada: “en tus manos pongo mi vida” (Lc 23,46). La resurrección fue la respuesta y es la respuesta. Gracias a su fidelidad, Jesús conquista su Gloria y triunfa sobre sus enemigos y sobre la muerte. Sólo la resurrección es respuesta adecuada a la pregunta por las víctimas.

Quien resucita es el Crucificado, su vida es acogida y potenciada – glorificada – por el Dios que resucita a los muertos. No es prolongación de esta vida moribunda, no es


una segunda vida sin conexión con cuanto hemos hecho y vivido, sino que es el florecimiento pleno, más allá de cuanto podamos imaginar, de esta vida, gracias al amor poderoso de Dios.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

Un testimonio

El sacerdote José Luis Martín Descalzo dejó escritas estas palabras
antes de morir en su libro "Testamento del pájaro solitario":
"Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.
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» Videopastoral

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